domingo, julio 25, 2010

Los Miserables

A don Fausto,
que me contó la historia verdadera
.

El padre, la madre, la hija. Una tarde inhóspita de un país hostil. Los ojos, los de él, temerosos detrás de la rabia; la desesperación hecha coraje. Los ojos, los de ella, temerosos detrás del espanto; la desesperación hecha último recurso. Los ojos, los de la niña, mira los dibujos del zoológico que los observan antes del drama.

El padre suda, tiembla, se decide. Rompe con la uña del índice el envoltorio. Después camina hacia el otro mostrador. Toma una lata. Regresa, toma otra. Después, camina. Camina. Mira. Teme. Va a llegar a la salida. Duda. Se regresa. Finge escudriñar otro mostrador. Después, de nuevo, camina. Camina. Mira. Teme. Se decide. Va a salir. Son cinco metros, cuatro, tres, dos… “hey! Párese allí”. “Qué trae en las bolsas”. “Nada”.

“¿Nada?”. Todo. Trae todo. Tres pañales y dos latas de leche para la niña. “Me va a tener que acompañar”. Y el padre camina, mira, teme. Ahora no va sólo, va abandonado. El principio del fin.

La madre afuera, con la hija. Mira y teme, pero no camina. Hasta que le informan que a su esposo se lo llevan a la oficina de policía que –curiosamente- queda justo en frente de la tienda agraviada. Ahora la madre mira, teme y camina. La niña va con ella. Hay que cruzar la avenida. Allí está la oficina de policía. Allí esta el marido, el padre, los pañales y la leche.

La ciudad está rutinaria, como todos los días. Los coches surcan la avenida. El sol cae sobre la tarde. La niña tiene hambre y está sucia. Los padres no tienen dinero, ni leche, ni pañales, ni trabajo, ni esperanza, ni remedio. La desolación. La niña tiene hambre, ellos tienen sed. La orfandad de una sociedad que no le da alimento ni protección a sus hijos.

La madre se decide: camina. Tiene miedo, más miedo, y mira, mira todo. Hay que cruzar la avenida. Al fondo, dos camionetas aparecen de súbito, rápido. El sonido de las llantas las anuncia, las delata, las precede. Una persigue a la otra. Hay gritos y detonaciones que no se escuchan, porque hay que concentrarse en el marido, en el padre y en los pañales y la leche.

La madre toma de la mano a la niña. Es la última vez. Van a cruzar la calle. Se preparan. También los de la primera camioneta. La madre y la niña van a avanzar, pero primero lo hacen los de la camioneta, los de la primera camioneta. Un artefacto vuela, salta, sube, baja, cae, explota. Es una granada de fragmentación. Se fragmenta. Los fragmentos se fragmentan. Y vuelan encendidos, con furia, con fuego. Impactan a la niña, la matan.

La noticia corre como pólvora, nunca mejor dicho; “ha habido un nuevo atentado”. Los medios de comunicación comunican el miedo. Ha habido un nuevo atentado, otro más. Más inseguridad, más noticias malas. No importa la niña, ni el padre, ni la madre, ni los pañales, ni la leche. No existen, son invisibles para una comunidad que ha roto todos los espejos.

Toda la sociedad se estremece y se lamenta por su espanto, por su tragedia, por su miedo. Las buenas conciencias se asuntan, pero la procesión va por dentro: son los miserables que miran, temen, caminan. Desde siempre, ¿hasta cuando?

(Dormingo publicado en la versión impresa de Cambio de Michoacán el 25 de julio del 2010)

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