sábado, junio 05, 2010

XV

A mi Valentina, en sus quince

Como vas empezando a ser muchacha,
Dios te cuide cuando empieces a querer…

Tin Tan

En nuestro hábitat cultural, cumplir quince años suele tener gran significado para una mujer y quienes pueblan su entorno. Quizá incluso más para quienes la rodean que para ella misma, más ahora que en algo hemos logrado despojarnos de tabúes y neurosis íntimas en la singular tarea de hacerse adulto.

Eufóricas en su cronofilia casi cronopática, sociedades como la nuestra son dadas a fechar todo y a disponerlo irremediablemente organizado en fragmentos periódicos y frecuencias cíclicas temporales. Para el caso de la vida misma: de la infancia a la adolescencia y de la adultez a la vejez. De allí que los quince años de las damitas fechen y simbolicen un tránsito radical en los ciclos que pensamos cubren el desarrollo de las personas y sus sociedades: el paso colectivamente dispuesto del infante (cachorro humano protegido y dependiente) a la edad plenamente productiva y reproductiva que llamamos “adulta”.

Distintos rituales se han dispuesto para acreditar semejante tránsito y someterlo a su celebración familiar y comunitaria. El más cruel de todos, sin duda, consistió hasta hace muy poco (todavía hay comunidades que lo acostumbran) en empaquetar a las quinceañeras en un amasijo de telas vaporosas (y pavorosas) de coloraciones rosa pastel, hacerlas bajar por escaleras peligrosísimas para quienes (como ellas) empleaban por vez primera amenazantes zapatillas de elevados y delgados tacones, someterlas al baile tumultuario de asincrónicos chambelanes y, finalmente, espantarlas ante el discurso delirante de algún padrino que, ebrio por completo, les advertía con mal lograda simulación sobre los peligros que de ahora en adelante se enfrentaban en su relación con la otra mitad de la humanidad: los hombres.

Las cosas, bendito sea Dios, han cambiado un poco. Ahora esos rituales torturantes han evolucionado hacia otras formas menos dramáticas, pero igualmente simbólicas. Como quiera que sea, cuando una de nuestras hembras llega a la edad reproductiva, la manada se apresta a celebrarlo y notificarlo a los machos también ya reproductivos. Se trata de la reproducción de la especie y los envoltorios rituales con que proveemos la cosmovisión sobre nosotros mismos.

Pero ahora la reproducción de la especie que se procura no solo es genética, sino también cultural. Por ello, en estos días de gracia no solo intentamos ofrecer a la cachorra que va hacia su adultez herramientas diversas para lidiar con su sexualidad y salud reproductiva, sino también y esencialmente valores y semillas de criterios que le permitan tener uno propio que la haga mujer más plena: libre, independiente, autónoma y soberana. Es decir: un poco más feliz y un poco más alegre de lo que lograron ser sus antecesoras, que con ese rumbo empezaron a caminar los primeras changuitas que se bajaron del árbol de la sabiduría.

(Dormingo a publicarse en la versión impresa de Cambio de Michoacán del 6 de junio del 2010)

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