domingo, abril 18, 2010

Las banquetas y la soberanía popular

Es convicción radical de estos Dormingos que en los pequeños detalles, las pequeñas cosas, anida la razón, explicación y destino de los grandes sucesos y las grandes cosas. Así suelen ser las semillas de toda índole: pequeñas, germinales, definitorias.

Y es en ocasión de esta convicción que ahora, para este Dormingo de gracia le es propuesta una pequeña cosa: salga usted a la calle y camine (o intente caminar) por las banquetas. Salvo que habite usted alguna zona residencial de esas que buen trato reciben de la autoridad y sus vecinos, se dará cuenta de que ello no es posible. De que, por infame que parezca, en este país no es posible caminar por las banquetas. Sí ya sé que en la historia urbana de la civilización humana las banquetas se inventaron para que por ellas la gente camine, pero verá usted que –salvo muy honrosas excepciones- en nuestros lares ello no es posible, al menos no del todo.

Con la única explicación legítima de que en su barrio hubieren quedado asentadas en las banquetas las huellas indelebles de algún devastador terremoto o desastre natural de semejante magnitud, verá usted que, literalmente “aquí entre nos”, las banquetas son intransitables.

Si para el colmo, tiene usted el cinismo de poblar alguna zona “habitacional” (como extrañamente nos está dado en nombrar a los fraccionamientos de construcciones populares), dará usted cuenta de que lo que suele utilizarse en cualquier otro lado como “banqueta” allí es un realidad un largo y sinuoso camino cuyo mal estado reclama al malabarismo y cuya estreches exige intentar transitar por él uno por uno, en fila india, y en espera de que nadie en sentido contrario venga.

Cosa pequeña, no es asunto menor este de las banquetas. Al final, denota el trato que el poder público confiere a sus ciudadanos, a quienes en casos como el nuestro sigue viendo como súbditos y así trata o pretende tratar. Pero también las banquetas, a veces con sus invasiones, denotan el escaso respeto que los particulares tienen por sus pares o, pero aún, posibles clientes.

Las banquetas son a las ciudades como las veredas a los campos: los caminos de la gente. Si la gente es apreciable por el poder, apreciadas son sus banquetas por los gobiernos. Si la gente es apreciada por sus pares, entonces apreciables y respetadas serán sus banquetas por los negocios y los vecinos. En las democracias decentes, las banquetas de las calles son anchas y bien provistas. En ellas las personas caminan solas, con sus parejas, sus familias y sus pares de toda especie. Las mascotas caben, los árboles se ensanchan y las ciclopistas se abren camino. En una banqueta, la gente camina, transita, conversa, se detiene, avanza: convive.

Las banquetas son las delimitaciones terrenales del espacio público. Como las plazas a los pueblos, las banquetas lo son a las calles. Una ciudad sin banquetas adecuadas es una ciudad sin ciudadanos vigentes.

Pero si las banquetas descuidadas son por los gobiernos que descuidan a sus ciudadanos y si las propias banquetas invadidas son por los particulares que invalidan a sus ciudadanos, también denotan el escaso poder que en ellos efectivamente reside. No tienen ellos, nosotros, los ciudadanos, la voz suficiente para hacerse respetar y notar.

Por ello, si aquello del plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, los presupuestos participativos o la revocación del mandato se le antoja demasiado grande y lejano, bien podríamos al menos comenzar por las pequeñas y muy cercanas banquetas: hay que exigir que se construyan respetándonos. Por algún lugar deberá un día transitar la soberanía popular, aquella que original y esencialmente reside, literalmente, aquí entre nos.

(Dormingo publicado en la versión impresa de Cambio de Michoacán del 18 de abril del 2010)

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