Adolescentes, más bien púberes. Niños de un país que no logra alcanzar su edad adulta. O que no logara hacerlo sin padecer en extremo sus más aberrantes patologías. Infantes que son reclutados para la guerra, que son arrancados de su vida para arrogarlos a la muerte de otros, sino es que a la suya propia.
Son los niños del norte de Uganda, los mismos niños que ejércitos de adultos enloquecidos y salvajes reclutan en leva para matar o para matarlos, si es que se resisten a enloquecer y hacerse salvajes con ellos y como ellos.
Son los niños que deben hacerse invisibles para que no los vean, para que no los encuentren, para que no se los lleven, para que no se los roben y para que no les arrebaten su vida y su alma.
Son los mismos que, en millares, llegan por la noche a las ciudades y se hacinan en los sótanos de los hospitales o de las escuelas o de las estaciones de autobuses y duermen todos encimados, todos juntos, todos asustados, pero al menos, todos seguros. Seguros de que no están en sus pueblos, ni en sus casas, de dónde por la noche se los llevan los criminales.
Son niños sin infancia, donde el “coco” o el “ropavejero” tampoco existen, pero sí una horda de imbéciles vestidos de soldados que sí se los llevan, que sí los despojan, que sí les hacen daño, que sí los matan.
Son los niños invisibles que hay que encontrar, que hay que salvar, que hay que ver y hacer ver. Por eso cientos de adolescentes en ciudades de todo el mundo, como mi grande Natalia, se comunican por internet y se ponen de acuerdo para llamar la atención. Como lo harán la tarde de este sábado 25 de abril en la Macro Plaza de Monterrey, y en tantas otras ciudades del mundo.
Son los niños invisibles: veámoslos, hagámoslos notar, paremos su desgracia, que es la nuestra en vergüenza y coraje vital.
(Amable cyberlector: encuentras más información en: www.invisiblechildren.com)
(Dormingo publicado en la versión impresa de Cambio de Michoacán el domingo 19 de abril del 2009)
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