XVIII Años

A Naty,
mujer total, hija absoluta

Crecer. Inevitablemente crecer. El tiempo. Imparablemente el tiempo. Ir de un momento a otro, de un instante filiagránico a otro, como río en cauce de red ancha pero sin ancla. Pretender ser uno mismo, irremediablemente uno mismo.

Crecer y darse cuenta que uno crece cuando muta para afirmarse. Cambiar para ser uno mismo, para desentrañar esas entrañas metafísicas que se nos anidan debajo de las ideas, por encima de los sueños, al lado de los espasmos. Ubicarse en la vorágine de estar siempre en todas las partes donde uno está, aunque a veces sin encontrarse, sin explicarse, como queriendo fugarse. Fugarse para encontrarse explicándose.

Imaginarse la vida. Verla allí, tan clara, tan diáfana, tan exquisita. Y no poder asirla porque está siempre como queriendo fugarse, como para encontrarse, como para explicarse. Buscarla y encontrarla, tomarla con las manos como cascadas por los dedos, como humo sobre las palmas, como anhelo de brisa, como sensación inconclusa.

Querer llegar y nunca hacerlo, porque uno siempre lo logra pero nunca acaba de lograrlo. Ir caminando y caminar, incluso correr, pero siempre ir caminando; ser caminante.

Y un día uno llega a ese punto. Aquél mirador de horizontes. Y desde allí ve al mar y sus oleajes. Y siente al viento con sus aires. Y escucha al tiempo con sus instantes. Y observa al azul celeste con sus amaneceres amarillos, con sus atardeceres rosas. Y vive al alba con el crepúsculo a cuestas. Y toma un poco de barro para moldear. Y camina para volar. Es la responsable libertad de crecer.

(Dormingo publicado en la versión impresa de Cambio de Michoacán el 3 de octubre del 2010. La viñeta es de la grande Ana Lucía Solís, Colibrí)