sábado, febrero 27, 2010

Atragantarse (Dormingo)

Una hebra de queso Oaxaca o de queso fundido o de carnitas. Un aparentemente inofensivo trago de agua o de simple y entrañable saliva. Un trozo de nervio de menudo, una agresiva espina o cualquier ingrediente comestible, tragable, comible, que lo transforma a uno en un engullidor potencialmente suicida, basta para arrimarse a la orilla del final absoluto con la desesperación de quien no puede respirar y no quiere ahogarse fuera del agua, fuera de sí.

A todos nos ha pasado. En un momento imprevisto, un instante indeseable, la respiración se vuelve un tormento y la vida se manifiesta con toda su, hasta entonces, imperceptible fragilidad. Un trago que se “va chueco” o un alimento que “se atora” en la garganta bastan para arrimarnos a la desesperación y el desahucio de quien se atraganta por su propia mano.

Entonces el aire no colma los pulmones ávidos de recibirle con su oxígeno y la garganta se torna la trampa letal por el que un día el alimento corpóreo y aéreo circuló hasta que en ella se atoró para conducirnos hacia el abismo de sentir que todo se acabó.

A veces nos pasa en soledad. Entonces la sensación de finiquito se vuelve nostalgia por la compañía humana que a uno le salve de la desgracia de morir estúpida, aislada y atragantadamente.

Y a veces nos pasa en compañía. Ello suele ocurrir mientras gratamente compartimos los sagrados alimentos hasta que uno de ellos se aloja despiadadamente en nuestro interior como queriendo obturar la tráquea y hacernos saltar los ojos en desquiciante propensión al vómito y al ridículo de morir sobre el plato de la sopa de fideos que con su languidez nos atacó hasta derrotarnos morados y ahorcados, ingratamente atragantados.

Es entonces cuando uno quiere morirse de pena porque no quiere morirse sin gracia.

A un amigo le pasó ayer con un trago de tequila. Tras elocuente brindis, el camarada casi cae en combate sin embate. Pobre: debe arder más que el dolor que en determinadas circunstancias te arrima a su degustación inmoderada.

A mí me pasó el jueves con una manzana que, desafiante, lanzó sus jugos hacia la entrada de los pulmones y no hacia la boca del estómago. Pensé que moría en asfixia mientras su pulpa deglutía, como si de otras faenas más edificantes y suculentas se tratara. Fue allí, en ese preciso momento, en ese instante crucial, cuando calibré el grande sabor de mi insípida inmolación: sería el segundo mártir de mi maltrecho género masculino en sacrificar su existencia en aras de una manzana. Lástima que, a diferencia de Adán, no estuviese allí mi Eva para conducirme al este del Edén. Ya será para la próxima y última, pensé y deseé.

(Dormingo para publicarse en la versión impresa de Cambio de Michoacán del 28 de febrero del 2010)

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